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En algún momento los sacerdotes y conquistadores consideraron prohibir el consumo de la yerba a los aborígenes, pero se optó por la solución de cristianizar el uso del mate.

 

Angel alado cerámica polícroma, Chiquitanía, época actual, perteneciente a la colección de la artista

 

La Recompensa de Yarí, la Luna

 

Yarí, la luna, miraba llena de curiosidad los bosques profundos con que Tupá, el poderoso dios de los guaraníes, había recubierto la tierra, y su deseo de bajar se iba haciendo cada vez más ardiente. Entonces Yarí llamó a Araí, la nube rosada del crepúsculo, convenciéndola para bajar con ella a la tierra. Al día siguiente paseaban por el bosque transformadas en dos hermosas jovenes; pero sus cuerpos se iban fatigando, cuando a lo lejos vieron una cabaña y hacia ella se dirigieron para buscar un poco de reposo. De pronto sintieron un ruído y era un yaguareté que iba a lanzarse sobre ellas, cuando una flecha disparada por un viejo indio sorprendió a la fiera hiriéndola en el costado. El animal enfurecido se abalanzó sobre su enemigo, al mismo tiempo que una nueva flecha atravesó su corazón.

Terminada la lucha, Araí y Yarí fueron con el indio, que les había ofrecido hospitalidad y entraron en la choza. El hombre vivía con su mujer y su hija quienes las atendieron con gran afecto, contándoles que Tupá mira con desagrado al que no cumple dignamente la hospitalidad con sus semejantes.

Al día siguiente Yarí anunció al viejo que había llegado el momento de marchar. Salieron la mujer y la hija a despedir a las dos aventureras doncellas, que acompañadas del viejo, emprendieron el camino.

El viejo les contó por qué vivía aislado: cuando su hermosa hija creció, el desasosiego, la inquietud y el temor invadieron el espíritu del indio hasta que determinó alejarse de la comunidad en que vivía para que en la soledad pudiese su hija guardar aquellas virtudes con que Tupá la había enriquecido.

Al estar solas Yarí y Araí perdieron sus formas humanas y ascendieron a los cielos, donde se dedicaron con afán a buscar un premio adecuado. Una noche infundieron a los tres seres de la cabaña un sueño profundo, y, mientras dormían, Yarí fue sembrando delante de la choza una semilla celeste, y desde el cielo oscuro iluminó fuertemente aquel lugar, a la vez que Araí dejaba caer suave y dulcemente una lluvia que empapaba la tierra. Llegó la mañana y ante la cabaña habían brotado unos árboles menudos, desconocidos, y sus blancas y apretadas flores asomaban tímidas entre el verde oscuro de las hojas.

Cuando el indio despertó y salió para ir al bosque quedó maravillado del prodigio que ante la puerta de su choza se extendía. Llamó a su mujer y a su hija, y, cuando los tres estaban extáticos mirando lo sucedido, cayeron de rodillas sobre la húmeda tierra. Yarí, bajo la figura de doncella que habían conocido, descendió y les dijo: "Yo soy Yarí, la diosa que habita en la luna, y vengo a premiaros vuestra bondad. Esta nueva planta que veis es la yerba mate, y desde ahora para siempre constituirá para vosotros y para todos los hombres de esta región el símbolo de la amistad. Vuestra hija vivirá eternamente, y jamás perderá ni la inocencia ni la bondad de su corazón. Ella será la dueña de la yerba". Después, la diosa les hizo levantar del suelo donde estaban arrodillados, y les enseño el modo de tostar la yerba y de tomar el mate.

Pasaron varios años, y al viejo matrimonio le llegó la hora de la muerte. Después, cuando la hija hubo cumplido sus deberes rituales, desapareció de la tierra. Y, desde entonces suele dejarse ver de vez en vez entre los yerbales paraguayos como una joven hermosa en cuyos ojos se reflejan la inocencia y el candor de su alma.

 

Ilustraciones: Francisco de Santo, del libro "Huayquitas", Ed. Peuser, 1945

 

 

La Leyenda de Ka'a

extractado de "Mitología Guaraní" de Jorge Montesino (Paraguay)

Sentada sobre el borde rocoso del arroyo, Ka'a, una bella joven, juega metiendo sus pies en el agua. Las gotas que levanta vuelven al cauce más brillantes que antes, como tocadas por una varita mágica. Un ave de blanco plumaje bebe a orillas del arroyo. La muchacha observa al ave. El tiempo parece inexistente a esta hora de la tarde. Nadie más se ve en las inmediaciones pero de la espesura surge de pronto una pequeña caravana. Va encabezada por un hombre joven, alto y altivo, que llama su atención. Su mirada resulta irresistible para la joven que, con los pies en el agua, observa a los forasteros. Ninguno de ellos parece percatarse de su presencia en la costa. Pasan muy cerca de donde está Ka’a pero nadie dirige un saludo ni una mirada. Los largos pasos del hombre se adentran en un estrecho sendero y se pierden en un recodo.

Más tarde, Ka’a vuelve a la aldea y cuando cae la noche procura descansar. La fiera mirada del forastero que ha visto durante la tarde le inquieta. Nunca se ha sentido de esa forma. Da vueltas en su hamaca sin poder conciliar el sueño durante horas. Despierta al escuchar una voz desconocida. Su padre conversa con alguien: el hombre de la caravana.

“Como avare mbya tengo la misión de recorrer estas tierras en busca de una gran ofrenda para el templo de Mbaeveraguasu. Es bien conocida la riqueza en metales preciosos que se da en estas tierras y los mbya queremos recorrerla sin chocar con nadie”.

“Délo por hecho”, contestó secamente el padre de Ka’a.

Ka’a no pudo evitar la fascinación que la mirada de aquel joven sacerdote despertaba en ella y estuvo viéndolo a través del tejido de la hamaca, recordando que de los mbya se decía que se creían insuperables y que ningún mbya, mucho menos los avare, se casaban con gentes de otras tribus. Pero Ka’a se dijo para sí misma que eso a ella no debía importarle, puesto que intentaría conquistarle.

El avare se despidió del cacique diciéndole que durante aquel día andaría observando los alrededores sin alejarse mucho. Ka’a se levantó ni bien el sacerdote se hubo retirado del lugar y anduvo recorriendo los alrededores de la aldea con la esperanza de encontrarse con aquel que había venido a visitarla en sueños. Varias veces se cruzaron en el bosque y en los arroyos, el avare y los suyos buscaban piedras preciosas. Ka’a buscaba al sacerdote.

Una tarde sombrìa Ka’a se enteró de que el avare volvería a su pueblo. Ante la posibilidad cierta de perderlo para siempre, Ka’a salió en busca del avare para despertar la pasión que intuye escondida en el alma del sacerdote mbya.

Ka’a está frente al hombre. El mbya lucha contra sus propios sentimientos; por un lado está enceguecido de amor por la joven y por el otro tiene una misión que cumplir para la cual ha sido adiestrado durante largo tiempo. Ka’a baja hasta la arena y danza para el avare. Su cuerpo se mueve con gracia despertando cada vez con más intensidad el deseo del avare.

Se acerca al hombre. Le confiesa su amor. Lo abraza. Hay un momento que se hace eterno y el joven sacerdote toma el hacha de piedra que lleva consigo y sin pensarlo ni una sola vez la azota sobre la cabeza de Ka’a que se desploma sin un solo quejido. La sangre de la joven mancha la piedra. El mbya sin siquiera mirarla guarda su arma y se marcha.

Han pasado los años. El dolor de la tribu por la muerte de Ka’a ya casi no se recuerda. Un viejo sacerdote mbya llega hasta aquella aldea. Se detiene en aquella piedra junto al arroyo. Un arbusto de hojas desconocidas para el sabio sacerdote le brinda su fresca sombra en la tórrida tarde de verano. De las brillantes hojas del arbusto se desprende un aroma que le lleva a tomar unas cuantas hojas y masticarlas. El jugo de las hojas penetra en su cuerpo como un elixir de vida. El viejo sacerdote ha venido a encontrarse en su último momento al único sitio donde conoció la vida plenamente. La yerba que ha probado por primera vez no es sino la encarnación de aquella dulce joven que le confesara su amor. Ahora el avare emprende su viaje infinito y último para reunirse con su amada. Lleva en su boca el recio sabor de la yerba mate.

Monumento a los charrúas, Montevideo, Uruguay - obsérvese el detalle del mate

 

 

 

 

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